El pensamiento, que nunca se detiene, no admite demoras. Ni la de esperar a que llegue otro, ni la de la amonestación prudente, ni siquiera el sueño. Cuando la faz sanguinaria de una idea alcanza el íntimo centro, allí la actividad se vuelve remolino y tornado, que arrastra tras de sí en impetuoso torrente la conciencia.