11.25

De mi libro Recuerdos del mañana, Bubok.

Hombres y mujeres, paisaje inquieto,

giran sin pausa, unos, otros, unos, otros

constantemente. Les veo caminar

y parecen los mismos, de distintos colores,

melancolía del espacio y el sentimiento.

como de azúcar o de escarcha,

como de la piel del melocotón,

y sé que, por dentro, late en ellos

ese sentimiento que nace de la angustia:

el que sombrea la faz de las cosas,

el que lleva en su entraña la semilla

de donde nacen la pregunta y el deseo.

Hablo con ellos, sus palabras dibujan

ideas y caricias, fantasías, cielos desusados,

otros nombres, la claridad de otros amaneceres,

el crepúsculo en que, recogido, soñó

con la quietud de la noche como una amiga,

bajel silencioso en busca de recuerdos.

Luego que se resuelven en pasos,

un lobo con las fauces abiertas acecha sus movimientos,

con ese sigilo…, con la feroz mirada prendida

en sus aconteceres o en el roce del billete

en la máquina ubicua, presente siempre, siempre quieta,

la boca intransigente de la tierra oculta.

Y siempre el ruido…

Sobre la faz del ruido nuestro propio sonido,

sobre el ruido que no surge de la tierra

ni del cielo, solo que está allí, informe,

impremeditado, continuo, perpetuo en su intensidad.

Y nosotros por dentro de él, como una madre,

envueltos en su espeso vaho de roja inconsciencia;

caminamos a su través furtivos y silenciosos,

sumergidos en su seno huero de mar ausente,

sombrío de olas sin retorno, en sí mismas resueltas

y acabadas. Ni un llanto se oiría.

Reposa en cada esquina y recoge los lamentos,

se alimenta de sí y de nosotros,

su rostro carnívoro de planta insomne

advierte los pies cansados, las manos cansadas,

las almas cansadas, los exhaustos corazones,

y ríe, risa de hiena, feroz como un humano.

Unos caminan deprisa, sin mirar por donde pasan,

ausente su inquietud hacia el futuro:

hay quienes no se reconocen a sí mismos

salvo en el frenético ritmo del presente,

Ansían las horas, el momento, el segundo,

mezquinos esquiladores de tiempo,

allí se someten infecundos a su rostro congestionado

mientras la risa sube en círculos voraces hasta el centro

del aire o de las nubes que huyen enardecidas.

En el corazón del aire la levedad, la inconstancia.

Se recogen palabras, las palabras, lamentos,

la risa también, algunas risas, o los halagos.

Alrededor de las columnas, de las larguísimas paredes,

de los cristales que entornan el aire

y enclaustran el mundo, limitan en su transparencia

la sed de horizonte que nutren estas prisas tan ajenas

a sí mismas y al clamor que recorre los túneles sombríos. 

Unos grillos metálicos acompasan su oscura melodía

al quehacer intenso de los taxistas

y marcan la cadencia con afán de funcionarios:

un, dos, tres: una ola; un dos tres: una ola,

siempre más, siempre nuevos, distintos pasos.

En la misma calle, las personas son pasos fugitivos,

saludos fugaces, breves miradas,

rumores de hojas secas arrastradas por el viento.

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